Pablo tiene seis años y fue uno de los miles de ciudadanos que estuvieron ayer pendientes del cielo. Con su pupila atrapó ese instante, único y tal vez eterno para su vida: cuando la luna cambió el color plata luminoso por el rojo cenizo que ofreció el eclipse lunar.
Fue un momento irrepetible para muchos que miraban con asombro cómo el espíritu de la luna era escondido por la Tierra al interponerse a los rayos solares. Era la fiesta científica que se volverá a repetir hasta el 2010 y que reunió a más de 8 mil personas en el Zócalo, donde más de
100 telescopios fueron instalados para que los ciudadanos admiraran el evento.
“Órales, ya lo vi” fue la frase que sintetizó la explosión de emociones de Pablo, un niño que a sus seis años tuvo su primer encuentro con un telescopio, con un eclipse, con la astronomía y, sobre todo, con la inmensidad del cosmos. Tal vez vio los cráteres lunares devorados por el umbral de una sombra o quizá el conejo de la luna y se le desvanecieron las ideas de que el satélite era de queso y de que lo habitaban selenitas. A lo mejor él sí podrá ver lo que Isaac Asimov pronosticó: que los terrícolas haga de la luna su casa.
Y esto fue lo realmente importante. Como muchas otras personas, Pablo se dejó llevar por su curiosidad y fluyó libremente a un encuentro especial con la ciencia.
El evento coordinado por el Instituto de Astronomía de la UNAM, el gobierno del Distrito Federal, y una decena de instituciones y universidades, podría considerarse un éxito, y un buen simulacro para futuros eventos en 2009, cuando se celebre el Año Internacional de la Astronomía.
Fue una forma de mirar al cielo tan especial, que reunió a los capitalinos de una manera que sólo habían conseguido conciertos masivos, mítines políticos, marchas, plantones, pero pocas veces, o quizá ninguna, en nombre de la ciencia y menos por la astronomía. “Este es un momento muy importante para la ciencia en nuestro país”, dijo José Franco, director del Instituto de Astronomía de la UNAM, mientras cien telescopios regalaban a los asistentes un minuto, quizá dos, de aumento celeste.
Junto con Pablo, familias, parejas, estudiantes y uno que otro despistado, tomaron con emoción los telescopios para apuntar al cielo y con la asesoría de expertos que explicaban su manejo, tomaron ese cachito de eclipse para llevárselo en su interior.
Y Pablo seguía ahí, con sus padres y hermanos. Cerca de las 21:00 horas, el momento del clímax se acercaba, comenzaba el rubor de la luna, que obtuvo un color rojizo de la sombra que propició la atmósfera de la Tierra.
Cerca de ella la resguardaba el “señor de los anillos”, Saturno, que también podría ser visto a través de los telescopios. ¡Era otro espectador y de lujo!
Sin embargo, otro centinela del espectáculo fue borrado del cielo: Orión era cubierto por una imprevista conjunción de nubes. Minutos después la luna roja desaparecía de la vista también. No obstante, con esa misma rapidez, recobró su posición en el cielo entre los aplausos y excitación de la gente.
“Se ve como si fuera un planeta”, se escuchó una voz entre la gente; “está bien chido Saturno”, se oía desde otro punto. La fiesta de la ciencia continuaba en medio de pantallas que transmitían las imágenes captadas por observatorios en todo el país. Alrededor de las once la fiesta terminaba, la última parte del eclipse se presentó a la media noche, encendían las luces.
Mientras, Pablo no dejaba de mirar el cielo. Caminaba al lado de sus padres rumbo a 5 de Febrero para ir a su casa. Tal vez en su imaginación buscaba que el eclipse no terminara.
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